Haití, otrora la primera república negra del mundo, hoy es un polvorín a punto de estallar. Y mientras el caos se apodera de sus calles, una luz de esperanza se asoma en el horizonte: Jamaica, su vecina caribeña, está lista para echar una mano.
El 20 de julio de 2024, líderes del Caribe y funcionarios estadounidenses, incluido el Secretario de Estado Antony Blinken, se reunieron en Jamaica para abordar la creciente crisis en Haití. La reunión se centró en la violencia de las pandillas y la necesidad urgente de ayuda humanitaria, ya que la situación en Haití sigue siendo extremadamente inestable y peligrosa. (Voice of America).
Conforme a las declaraciones de Dennis Hankins, embajador de Estados Unidos en Jamaica, el despliegue de las fuerzas jamaicanas en Haití como parte de la Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad, es una posibilidad que está a la vuelta de la esquina.
La situación en Haití
¿Cuál es la situación de Haití? Las pandillas se pasean a sus anchas, la economía está hecha añicos y el gobierno… bueno, ¿qué gobierno? El país lleva años sin un liderazgo efectivo, y ahora parece que todo se viene abajo.
La situación de seguridad en Haití ha llevado a un éxodo masivo de personas, con más de un millón de desplazados (la mayoría a territorio dominicano) debido al control de las violentas pandillas en gran parte de la capital, Puerto Príncipe. El gobierno haitiano ha declarado un estado de emergencia y extendido el toque de queda nocturno en un intento por controlar la situación (Voice of America).
En medio de todo ese drama, Jamaica ha dicho «¡Hagan espacio!» y se prepara para enviar sus tropas. No es para menos. La situación en Haití es tan explosiva que hasta los peces del Caribe sienten el calor. Las Fuerzas de Defensa de Jamaica, esos valientes soldados de las islas, están afilando sus machetes (metafóricamente, claro) para entrar en acción.
Mientras tanto, al otro lado de la frontera, la República Dominicana se rasca la cabeza, perpleja. Los quisqueyanos han sido, sin lugar a dudas, los que más se han partido el lomo por ayudar a sus vecinos. Pero claro, como dice el refrán, «no hay bien que por mal no venga». Y vaya que en R.D. la están pasando mal con esa situación.
Imagínense: casi el 40% del presupuesto de salud dominicano se va en atender a haitianos, la mayoría sin papeles. ¡Caramba! Es como si te invitaran a una fiesta y terminaras pagando la cuenta de todos. Y no acaba ahí la cosa. Las escuelas públicas dominicanas están que revientan de niños haitianos, con o sin documentos. Un gesto noble, sin duda, pero que pone a prueba los recursos del país.
La situación es tan surrealista que hasta García Márquez se quedaría corto intentando describirla. Por un lado, la República Dominicana extiende la mano a su vecino en apuros. Por el otro, esa misma mano se ve cada vez más atada por las consecuencias de su propia generosidad.
Y ahora, con Jamaica entrando en escena, el baile promete ponerse aún más movido. Las tropas jamaicanas, con sus uniformes impecables y sus rifles relucientes, se preparan para cruzar el mar, sumarse a las tropas de Kenia, que de hecho ya han tenido algunos resultados, con el objetivo de “pacificar y controlar” a la incontrolable Haití.
Pero no nos engañemos. La tarea que tienen por delante es más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Haití es un rompecabezas con piezas que no encajan, un laberinto sin salida aparente. Las pandillas controlan barrios enteros, la economía está en cuidados intensivos y la confianza en las instituciones brilla por su ausencia.
La comunidad internacional mira de reojo, como quien no quiere la cosa. Estados Unidos, que tiene una larga y complicada historia con Haití, da palmaditas en la espalda a Jamaica, animándola a dar el paso. La ONU, por su parte, se frota las manos: cualquier ayuda es bienvenida en este momento.
Pero volvamos a la República Dominicana. El país está entre la espada y la pared. Por un lado, no puede cerrar los ojos ante el sufrimiento de sus vecinos. Por otro, siente que está cargando con un peso que no le corresponde y que es tan pesado que dobla la espalda. Es como si estuviera intentando apagar un incendio con un vaso de agua, mientras el fuego amenaza con extenderse a su propia casa.
Los hospitales dominicanos son un hervidero de actividad. Médicos y enfermeras corren de un lado a otro, atendiendo a pacientes haitianos que cruzan la frontera montados en mafias locales de todo tipo, en busca de una mejor vida. Las parturientas haitianas duplican a las de origen local y paren a “velocidad conejo”. La identidad y nacionalidad de los dominicanos, está diluyéndose progresiva y consistentemente, suena feo, pero es así. Cada peso invertido en estos pacientes es un peso que no va a los ciudadanos dominicanos. Es una ecuación difícil de resolver, un dilema ético y económico que no parece quitarle el sueño a los políticos de Santo Domingo.
Y qué decir de las escuelas. Las aulas dominicanas son un crisol de culturas, donde niños dominicanos y haitianos comparten pupitres y sueños. Es una imagen hermosa, digna de un anuncio de la UNICEF. Pero detrás de esa postal idílica se esconde una realidad más compleja. Los recursos son limitados y miles de niños dominicanos se están quedando fuera de las escuelas por falta de cupos. Como dice el dicho: “de fuera vendrán y de casa te echarán”. La escasa cuota de paciencia que le queda a los ciudadanos dominicanos, se agota rápidamente.
En medio de todo este caos, Jamaica se prepara para entrar en escena. Sus soldados, acostumbrados al sol caribeño y a las playas de arena blanca, ahora se enfrentarán a las calles polvorientas de Puerto Príncipe. Es como si el destino les hubiera gastado una broma pesada. En lugar de proteger a los turistas en Montego Bay, tendrán que lidiar con pandilleros armados hasta los dientes.
El gobierno jamaicano intenta vender la misión como una oportunidad de oro. «Estamos ayudando a nuestros hermanos caribeños», dicen. Pero en los bares de Kingston, entre un trago de ron y otro, la gente se pregunta si no estarán metiéndose en camisa de once varas. Después de todo, Haití tiene fama de ser un agujero negro que se traga todo lo que se le acerca.
¿qué piensan los haitianos de la llegada de los jamaicanos? Las opiniones están divididas. Algunos los ven como salvadores, una esperanza de cambio en un mar de desesperación. Otros los miran con recelo, recordando otras intervenciones que prometieron mucho y entregaron poco. Es como si el país tuviera un cartel invisible que dijera «Se busca héroe. Abstenerse aficionados».
La misión jamaicana, si finalmente se materializa, no será un paseo por el parque. Tendrán que enfrentarse no solo a la violencia de las pandillas, sino también a la desconfianza de una población que ha visto pasar demasiados «salvadores» por sus tierras. Es como intentar domar a un tigre con las manos desnudas: peligroso y con pocas probabilidades de éxito.
Los políticos dominicanos caminan sobre una cuerda floja. Cada decisión que toman es un equilibrio delicado entre la humanidad, presiones foráneas y el pragmatismo. Abrir las puertas de par en par podría llevar al colapso de los servicios públicos y un estallido social. Cerrarlas por completo podría suponer un halón de orejas por parte de la comunidad internacional. De hecho, la comunidad internacional observa con una mezcla de esperanza y escepticismo. Todos quieren que Haití se estabilice, pero nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad total.
La misión jamaicana, si llega a concretarse, será solo un capítulo más en la larga y complicada historia de Haití. Un país que ha visto pasar conquistadores, dictadores, libertadores y peacekeepers. Pero quizás, solo quizás, esta vez sea diferente. Quizás la combinación de la determinación jamaicana, la ayuda dominicana y la resistencia haitiana sea la fórmula mágica que el país necesita. O quizás sea solo otro intento fallido más en una larga lista de buenas intenciones.
Sea como sea, una cosa es cierta: el mundo estará observando. Y mientras Jamaica se prepara para dar el salto, la República Dominicana sigue cargando con el peso de ser el buen samaritano. Es una historia de solidaridad, frustración y esperanza. Una historia tan caribeña como el ron y las playas de arena blanca. Una historia que, para bien o para mal, aún está lejos de terminar.
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